Hoy
por primera vez mi madre me ha dejado salir de casa. ¡Ya era hora!
Ha sido después de confirmarse que los aqueos se habían retirado y
que la guerra había terminado. Todo el mundo parece sentirse feliz
después de tanto tiempo. Aunque no todo el mundo, porque Calístenes
y yo no estamos nada contentos. A los dos nos llenaba de gozo la idea
de combatir en defensa de Ilión para vengar a mi tío Héctor.
Aunque mi madre no dejaba de burlarse de mí imaginándome peleando
con mi espada de madera y mi casco hecho con la corteza de una
calabaza.
Con
Calístenes, he subido a la muralla y corrido por los almenas. La
última vez que lo hice, a escondidas de mi madre, el horizonte
entero estaba invadido por las tropas aqueas acampadas debajo de la
muralla hasta perderse sobre la arena de la playa. Y más allá, se
podían ver en el mar centenares de navíos de guerra que, según
oíamos, habían traído desde Grecia las tropas que pretendían
acabar con nosotros. En casa, las criadas no paraban de cuchichear
sobre lo que ocurriría si los aqueos lograran entrar en la ciudad.
Decían que matarían a los hombres y se llevarían a las mujeres
como esclavas. Yo no hubiera permitido que ningún aqueo se acercara
a mi madre ni a mis hermanas. Pese a ser el pequeño, las hubiera
defendido matando a cuantos griegos fuera necesario.
Y
sin embargo, esta noche, parece que todo ha cambiado. Me han
despertado los gritos de Auxenia, la esclava, avisando a mi madre de
que los aqueos habían levantado el campo. Mi madre no podía creerlo
pero la llegada de mi padre, Glauco, ha confirmado que era cierto lo
que decía la mujer. Mi padre volvía de hacer una ronda de
inspección. He oído piafar a su caballo que tantas veces me dejó
montar en tiempo de paz. He bajado a la carrera hasta el atrio y allí
estaba él, desmontando, con su reluciente armadura, fuerte y hermoso
como un dios.
-Ahora
las cosas van a cambiar, Polites -me ha dicho sonriente mientras
abrazaba a mi madre.
Y
algo sí que han cambiado. Después de desayunar he ido a buscar a
Calístenes pasando por delante del palacio de mis abuelos. He oído
decir a los soldados que Príamo estaba reunido con el Consejo para
decidir qué hacer tras la partida de los aqueos. Calístenes ha
sugerido que subiéramos a la muralla para ver el panorama. Aún no
se puede salir de la ciudad pues las puertas siguen cerradas.
Camino
de la muralla nos hemos topado con Zinia, la esclava de mi abuela
Hécuba que había dado orden de que me buscaran al no encontrame en
casa. Las órdenes de mi abuela eran que fuéramos al templo a dar
gracias a los dioses y no ha quedado más remedio que obedecerla, no
sólo por respeto a la abuela sino también por obediencia a la
reina. La pobre se ha quedado arrugadita como una pasa tras la muerte
de Héctor y ya ni siquiera se ríe cuando Paris se pone a hacer el
payaso. Aparte de la manía que le sigue teniendo a Helena a la que
considera culpable de todo. A mí Helena me cae bien, ¡y es tan
guapa! Cuando sea mayor me casaré con una mujer tan guapa como ella,
aunque tenga que raptarla, como dicen que hizo mi tío.
Delante
de la estatua de Zeus el sacerdote ha murmurado unas preces que no he
podido entender pero que he simulado seguir con devoción, aunque a
mí Zeus siempre me ha resultado un dios poco atractivo, aunque sea
el primero, al menos en la estatua que lo representa como una especie
de anciano iracundo. Yo prefiero a Hermes, el mensajero alado y,
sobre todo, a Ares, el dios de la guerra, cuya estatua tanto me
recuerda a mi difunto tío Héctor, el primero de los troyanos.
En
cuanto he podido, he dado un beso a mi abuela y me he escabullido de
la ceremonia discretamente con Calístenes corriendo cuanto hemos
podido hasta subir a la muralla. El día era hermoso y el sol
refulgía hasta casi hacer daño sobre los muros dorados de Ilión.
Las enseñas ondeaban en las almenas y la ciudad entera parecía
haberse concentrado allí, feliz tras la partida de los enemigos. Ni
una nave en el horizonte y sobre la playa sólo los restos del
ejército desalojado.
-Nos
han dejado un regalo -ha dicho alguien.
-¡Es
verdad!, ¡un caballo! -ha gritado otro.
Y
Calístenes y yo hemos contemplado admirados el precioso y enorme
caballo de madera, soportado por unas gigantescas ruedas, que los
aqueos han dejado depositado sobre la arena de la playa como un
último testimonio de su cobarde huída.
Todos
queríamos bajar a verlo, pero no ha sido posible porque las puertas
de la ciudad seguían cerradas. Calístenes ha propuesto que nos
deslizáramos desde el muro septentrional, que es algo más bajo,
sobre las rocas que le dan asiento aprovechando que la zona ya no
estaba vigilada tras la inesperada llegada de la paz. En ello
estábamos cuando hemos sido sorprendidos por Agesilao, el padre de
Calístenes, que le ha cogido de la oreja y le ha arrastrado hasta la
casa, y a mí con él.
No
ha quedado otro remedio que desistir de la idea. Con tantos ires y
venires teníamos, al menos yo, un hambre horrible y he acabado
recalando en casa porque se acercaba además la hora de comer. La
comida de hoy ha sido especial, porque estábamos todos; la familia
al completo con mi padre presidiendo la mesa cosa que hacía meses
que no ocurría.
Después
de comer, me han obligado a dormir la siesta, pero no he pegado ojo
porque lo que yo quería era ia a ver el caballo. Tras la siesta,
hemos ido a visitar a los abuelos que parecían casi felices después
de todo lo que habían sufrido en los largos meses que ha durado el
asedio. La abuela me ha colmado de besos y el abuelo Príamo me ha
dicho que ya era casi un hombre. Luego ha anunciado que el Consejo de
la ciudad había decidido llevar el caballo dentro de los muros y
dejarlo luego expuesto permanentemente en el ágora como testimonio
perenne de la victoria. A todos les ha parecido bien salvo a la tía
Casandra que ha empezado a gritar como una loca anunciando la gran
amenaza que el caballo representaba para la ciudad. Como la pobre
está un poco desequilibrada tras la muerte de su hermano preferido,
la verdad es que nadie le ha hecho mucho caso.
Al
atardecer, unos carros de bueyes han arrastrado el caballo hasta
dentro de la ciudad cuyas puertas han vuelto luego a cerrarse. Ha
sido una fiesta preciosa. El enorme caballo ha entrado majestuoso; su
cabeza casi rozaba la parte superior de la gran puerta, mientras las
trompetas no dejaban de sonar entre las aclamaciones de la población
entera que ha salido a las calles. Luego lo han conducido hasta el
ágora donde ha quedado instalado para que todos pudiéramos verlo.
Debe de tener al menos treinta pies de alto y es precioso. Calístenes
y yo no nos cansábamos de mirarlo.
Tras
de la ceremonia, la gente lo ha celebrado comiendo y bebiendo hasta
altas horas de la madrugada en las que el vino y la comida han
acabado devolviendo a todos a sus hogares. No han quedado ni los
guardias. La ciudad entera se ha quedado tranquila y muda. En casa
todos dormían, aunque las lámparas de aceite del dormitorio de mis
padres despedían algo de luz tambaleante bajo el quicio de la puerta
y me ha parecido oirles hablar en voz baja.
Yo
no tenía sueño después de tantas emociones; he procurado que nadie
se apercibiera de mi salida de la casa y he caminado en dirección a
la de Calístenes tal como habíamos acordado. Él no ha tardado en
llegar hasta el lugar donde habíamos quedado, en la esquina del
templo de Ares. Aunque aún ardían las luminarias de la ciudad, casi
no hacía falta porque la luna llena iluminaba todo Ilión con su luz
blanquecina. No había absolutamente nadie en las calles. Nos hemos
acercado al caballo para contemplarlo a solas bien a gusto los dos e
intentar subir por una de sus patas. Ha sido Calístenes el primero
en decir que parecía que alguien hablara dentro del cuerpo del
caballo. Le he dicho que si también él había bebido, pero no hemos
tardado en oír un ruido seco como si una trampilla se abriera en el
vientre de la bestia de madera.