lunes, 19 de octubre de 2015

Un regalo

Hoy por primera vez mi madre me ha dejado salir de casa. ¡Ya era hora! Ha sido después de confirmarse que los aqueos se habían retirado y que la guerra había terminado. Todo el mundo parece sentirse feliz después de tanto tiempo. Aunque no todo el mundo, porque Calístenes y yo no estamos nada contentos. A los dos nos llenaba de gozo la idea de combatir en defensa de Ilión para vengar a mi tío Héctor. Aunque mi madre no dejaba de burlarse de mí imaginándome peleando con mi espada de madera y mi casco hecho con la corteza de una calabaza.

Con Calístenes, he subido a la muralla y corrido por los almenas. La última vez que lo hice, a escondidas de mi madre, el horizonte entero estaba invadido por las tropas aqueas acampadas debajo de la muralla hasta perderse sobre la arena de la playa. Y más allá, se podían ver en el mar centenares de navíos de guerra que, según oíamos, habían traído desde Grecia las tropas que pretendían acabar con nosotros. En casa, las criadas no paraban de cuchichear sobre lo que ocurriría si los aqueos lograran entrar en la ciudad. Decían que matarían a los hombres y se llevarían a las mujeres como esclavas. Yo no hubiera permitido que ningún aqueo se acercara a mi madre ni a mis hermanas. Pese a ser el pequeño, las hubiera defendido matando a cuantos griegos fuera necesario.

Y sin embargo, esta noche, parece que todo ha cambiado. Me han despertado los gritos de Auxenia, la esclava, avisando a mi madre de que los aqueos habían levantado el campo. Mi madre no podía creerlo pero la llegada de mi padre, Glauco, ha confirmado que era cierto lo que decía la mujer. Mi padre volvía de hacer una ronda de inspección. He oído piafar a su caballo que tantas veces me dejó montar en tiempo de paz. He bajado a la carrera hasta el atrio y allí estaba él, desmontando, con su reluciente armadura, fuerte y hermoso como un dios.

-Ahora las cosas van a cambiar, Polites -me ha dicho sonriente mientras abrazaba a mi madre.

Y algo sí que han cambiado. Después de desayunar he ido a buscar a Calístenes pasando por delante del palacio de mis abuelos. He oído decir a los soldados que Príamo estaba reunido con el Consejo para decidir qué hacer tras la partida de los aqueos. Calístenes ha sugerido que subiéramos a la muralla para ver el panorama. Aún no se puede salir de la ciudad pues las puertas siguen cerradas.

Camino de la muralla nos hemos topado con Zinia, la esclava de mi abuela Hécuba que había dado orden de que me buscaran al no encontrame en casa. Las órdenes de mi abuela eran que fuéramos al templo a dar gracias a los dioses y no ha quedado más remedio que obedecerla, no sólo por respeto a la abuela sino también por obediencia a la reina. La pobre se ha quedado arrugadita como una pasa tras la muerte de Héctor y ya ni siquiera se ríe cuando Paris se pone a hacer el payaso. Aparte de la manía que le sigue teniendo a Helena a la que considera culpable de todo. A mí Helena me cae bien, ¡y es tan guapa! Cuando sea mayor me casaré con una mujer tan guapa como ella, aunque tenga que raptarla, como dicen que hizo mi tío.

Delante de la estatua de Zeus el sacerdote ha murmurado unas preces que no he podido entender pero que he simulado seguir con devoción, aunque a mí Zeus siempre me ha resultado un dios poco atractivo, aunque sea el primero, al menos en la estatua que lo representa como una especie de anciano iracundo. Yo prefiero a Hermes, el mensajero alado y, sobre todo, a Ares, el dios de la guerra, cuya estatua tanto me recuerda a mi difunto tío Héctor, el primero de los troyanos.

En cuanto he podido, he dado un beso a mi abuela y me he escabullido de la ceremonia discretamente con Calístenes corriendo cuanto hemos podido hasta subir a la muralla. El día era hermoso y el sol refulgía hasta casi hacer daño sobre los muros dorados de Ilión. Las enseñas ondeaban en las almenas y la ciudad entera parecía haberse concentrado allí, feliz tras la partida de los enemigos. Ni una nave en el horizonte y sobre la playa sólo los restos del ejército desalojado.

-Nos han dejado un regalo -ha dicho alguien.

-¡Es verdad!, ¡un caballo! -ha gritado otro.

Y Calístenes y yo hemos contemplado admirados el precioso y enorme caballo de madera, soportado por unas gigantescas ruedas, que los aqueos han dejado depositado sobre la arena de la playa como un último testimonio de su cobarde huída.

Todos queríamos bajar a verlo, pero no ha sido posible porque las puertas de la ciudad seguían cerradas. Calístenes ha propuesto que nos deslizáramos desde el muro septentrional, que es algo más bajo, sobre las rocas que le dan asiento aprovechando que la zona ya no estaba vigilada tras la inesperada llegada de la paz. En ello estábamos cuando hemos sido sorprendidos por Agesilao, el padre de Calístenes, que le ha cogido de la oreja y le ha arrastrado hasta la casa, y a mí con él.

No ha quedado otro remedio que desistir de la idea. Con tantos ires y venires teníamos, al menos yo, un hambre horrible y he acabado recalando en casa porque se acercaba además la hora de comer. La comida de hoy ha sido especial, porque estábamos todos; la familia al completo con mi padre presidiendo la mesa cosa que hacía meses que no ocurría.

Después de comer, me han obligado a dormir la siesta, pero no he pegado ojo porque lo que yo quería era ia a ver el caballo. Tras la siesta, hemos ido a visitar a los abuelos que parecían casi felices después de todo lo que habían sufrido en los largos meses que ha durado el asedio. La abuela me ha colmado de besos y el abuelo Príamo me ha dicho que ya era casi un hombre. Luego ha anunciado que el Consejo de la ciudad había decidido llevar el caballo dentro de los muros y dejarlo luego expuesto permanentemente en el ágora como testimonio perenne de la victoria. A todos les ha parecido bien salvo a la tía Casandra que ha empezado a gritar como una loca anunciando la gran amenaza que el caballo representaba para la ciudad. Como la pobre está un poco desequilibrada tras la muerte de su hermano preferido, la verdad es que nadie le ha hecho mucho caso.

Al atardecer, unos carros de bueyes han arrastrado el caballo hasta dentro de la ciudad cuyas puertas han vuelto luego a cerrarse. Ha sido una fiesta preciosa. El enorme caballo ha entrado majestuoso; su cabeza casi rozaba la parte superior de la gran puerta, mientras las trompetas no dejaban de sonar entre las aclamaciones de la población entera que ha salido a las calles. Luego lo han conducido hasta el ágora donde ha quedado instalado para que todos pudiéramos verlo. Debe de tener al menos treinta pies de alto y es precioso. Calístenes y yo no nos cansábamos de mirarlo.

Tras de la ceremonia, la gente lo ha celebrado comiendo y bebiendo hasta altas horas de la madrugada en las que el vino y la comida han acabado devolviendo a todos a sus hogares. No han quedado ni los guardias. La ciudad entera se ha quedado tranquila y muda. En casa todos dormían, aunque las lámparas de aceite del dormitorio de mis padres despedían algo de luz tambaleante bajo el quicio de la puerta y me ha parecido oirles hablar en voz baja.


Yo no tenía sueño después de tantas emociones; he procurado que nadie se apercibiera de mi salida de la casa y he caminado en dirección a la de Calístenes tal como habíamos acordado. Él no ha tardado en llegar hasta el lugar donde habíamos quedado, en la esquina del templo de Ares. Aunque aún ardían las luminarias de la ciudad, casi no hacía falta porque la luna llena iluminaba todo Ilión con su luz blanquecina. No había absolutamente nadie en las calles. Nos hemos acercado al caballo para contemplarlo a solas bien a gusto los dos e intentar subir por una de sus patas. Ha sido Calístenes el primero en decir que parecía que alguien hablara dentro del cuerpo del caballo. Le he dicho que si también él había bebido, pero no hemos tardado en oír un ruido seco como si una trampilla se abriera en el vientre de la bestia de madera.

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